Santuario Guadalupano de Zamora en Michoacán.
Fotografía de Ricardo Galván Santana y Francisco Magdaleno Cervantes.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Historias y Leyendas Zamoranas - El Monje de San Francisco - Texto de don Francisco García Urbizu - Fotografías de Sergio Alfaro Romero

EL MONJE DE SAN FRANCISCO

En una antigua fotografía aparece sin remate la torre
de San Francisco. Algunos decían que se había caído,
otros que fue derribada malévolamente; le cierto es
que durante mucho tiempo estuvo sin concluir, y esto
dio origen a que se forjara una leyenda que por curiosa
relatamos en enseguida.


Época turbulenta era aquella, de andanzas guerreras
entre insurgentes, realistas, y forajidos. Unos peleaban
por la Patria, otros por el latrocinio, colados entre las
aguas turbias del río.

En negros nubarrones estaba envuelto el panorama
de México. Ambiente de guerra, de pólvora humeante,
de rugir de cañones. Ayes lastimeros y gritos de angustia
saturaban el aire.

Esta región tuvo también días muy duros:
Antonio Rojas incendió a Tangancícuaro,
quemaron la Parroquia de Jacona y apresaron al
Sr. Cura: durante cuarenta y ocho horas lo tuvieron
sentado en una silla, negándole los alimentos hasta
que lograra reunir su fuerte rescate.

Por más que hicieron los vecinos no completaron
la cantidad y se presentaron a Rojas con lo que
habían juntado. Éste tal vez movido a compasión,
les dijo: Todo o nada. Llévenselo sin que
me den un centavo.

En Zamora impuso un préstamo de $5,000.00
y se llevó mucha gente de leva. El Sr. Cura de
Purépero D. Domingo Méndez fue aprehendido
por orden de Rojas; pero el jefe de la escolta
lo puso libre mediante $1,500.00 que le dieron
los vecinos.

Los Santiaguitas quemaron el valioso archivo
de Zamora, allí se perdieron importantísimos datos
para la ciudad; y un día que no se consigna en la
Historia llegó un facineroso de aquellos que no
militaban en bando alguno, más cruel que todos
y se apoderó de la ciudad.

Cuenta la leyenda que requisaron armas y caballos
e impusieron un préstamo exorbitante a los vecinos,
cuyos bolsillos estaban exhaustos por los ires y
venires de gente armada.

Así mismo exigieron a los padres franciscanos
una crecida suma, so pena de derribar la torre de
su iglesia si no accedían a sus demandas.
Algo imposible para ellos que apenas podían
sostener su colegio y alimentar a los niñitos
pobres que allí hacían sus estudios.

Vencido el plazo, horadaron la base de la torre
y pusieron una gran cantidad de pólvora, la que
al explotar no logró ni cimbrar los muros.

Treparon entonces los facciosos a la cúspide
provistos de barras y picos y comenzaron
su tarea demoledora. Día y noche se oyó el
continuo golpear de las barretas, infructuosamente;
aquella cantera era dura y más aún sus junturas.

¡No la derribarán! decía fray Marcos, el Superior.
Él bien sabía que aquella mezcla era de fórmula
Franciscana, hecha a base de sangre de res, tan
dura como el acero.

Así fue en realidad: durante tres largos días
con sus noches, apenas habían destrozado una
pequeña parte del remate, y al cuarto una
espesa nube de polvo se dejó ver por el lado
de Santiaguillo y sonó una voz en la altura:
¡Enemigo al frente, huyamos de Zamora!

En su precipitada fuga, dejaron arriba su
herramienta, y un gran palo clavado al centro
en el que se apoyaban para trabajar.

El enemigo que avistaron nunca llegó, y si,
la paz y la calma al vecindario, que vio en
aquello la protección Divina.

*                         *                         *

Transcurrido algún tiempo, intentó fray
Marcos reparar el daño causado. Reunidos
los frailes opinaron terminar el remate en
otra forma, pues el anterior no correspondía
al orden arquitectónico de la torre. Se
hicieron varios proyectos, mas ninguno
satisfizo a los monjes.

Surgió, además, otra dificultad:
no encontraron Albañiles que se  arriesgaran
a trabajar en aquellas alturas, y fue entonces
cuando Fray Elías, monje de pocos años,
avezado a todo, se propuso subir a explorar
el terreno.

Cundió la nueva en la ciudad de que
el indio fraile iba a escalar la torre.
Había expectación, y llegado el día,
mucha gente curiosa quiso presenciar
su arrojo.

El atrio y las calles adyacentes estaban
pletóricas. Amarrado a un grueso cable iba
ascendiendo poco a poco fray Elías;
al llegar al borde del remate, trepó más aún
y se paró en la cima.

La multitud emocionada, profundo el silencio,
Se contenía hasta la respiración. Tendió la mirada
por el ancho valle, contempló La Beata esbelta,
el Duero caudaloso, el caserío con sus
tejados bermejos.

Observó en todas  direcciones el hermoso

panorama; contemplábalo absorto y
emocionado; por largo rato
permaneció inmóvil.

De pronto, bajó sus ojos para examinar la torre,
se le ofuscó la vista ante el abismo a sus pies,
vaciló tambaleante ...

Un grito de espanto prorrumpió la multitud
y quedó petrificada; los cuerpos estaban fríos,
erizados los cabellos, paralizadas las gargantas
y la mirada de todos clavada en Fray Elías.

Fray Marcos, entre el gentío oleante,
no apartaba de él sus ojos, sentía que se
le agrandaban, se le salían, y hubiera
querido volar para salvarlo.

Rodeábanlo los monjes, y todos esperaban
un milagro con sus corazones helados…


Todo se resolvió en segundos: Fray Elías,
en reacción violenta, se abrazó al palo
que había al centro de la torre,
elevó su mirada, apartándola del abismo,
y en esa actitud hierática quedó como
petrificado hasta recuperarse del todo.

Cuando bajó, una palidez mortal bañaba
su rostro.

-Fray  Marcos, hoy nací -le dijo-, fue un
milagro de Nuestro Padre San Francisco
y de la Virgen del Buen Suceso,
a quienes invoqué con toda mi alma…

En seguida entró al templo de rodillas a dar
gracias a Dios, acompañado de los frailes
y de todo el pueblo y allí pasó la noche
en oración.

A la mañana siguiente comentaban el suceso
a la hora del refectorio. Fray Marcos, conmovido,
exclamó: ¡Un monje rematará la torre
de San Francisco, abrazado a la

Cruz, como ayer vimos a Fray Elías!

Es esta la proporción en que los antiguos zamoranos
veían al fraile en el remate de la torre del templo
de San Francisco de Asís.

Así representó al fraile don Francisco
García Urbizu en su libro.

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