Santuario Guadalupano de Zamora en Michoacán.
Fotografía de Ricardo Galván Santana y Francisco Magdaleno Cervantes.

jueves, 30 de junio de 2011

María Luisa - Novela por entregas VIII - Jaime Alonso Ramos Valencia

Lunes 6 de diciembre de 1918, a las 17:15 hrs.

Todas mis compañeras aspirantes al noviciado seguían
secreteándose entre ellas, pero por parejas y sin dejarse
oír de las demás. ¡Cómo eso me recordó a Asunción, la
hija de la patrona, quien siempre me hablaba de igual
manera, haciéndome su confidente!

El primer lunes que viví en su casa me llevaron
con ella a la escuela. Su mamá habló con la maestra,
quien me acogió benévolamente poniendo su mano en
mi hombro, y me dijo:

—Tienes una mirada inteligente, me dicen que ya sabes
leer, escribir y hacer cuentas; por lo pronto vas a ser compañera
de mesabanco de Asunción. ¡Ya veremos cuánto
aprendes!


¡Nada se me dificultó! Yo que nunca había estado
en un colegio pronto aprendí historia, civismo, aritmética
y hasta clases de catecismo; ésta nos la daban como
a escondidas porque estaba prohibida por el gobierno.

Doña Aurora, la viuda del patrón, también tomó
posición sobre mi alma. Aparentemente mi mamá estaba
como muy separada de la religión.

En el rancho notaba, porque allá eran los sacerdotes los que
nos tenían olvidados, con sus visitas muy de cuando en
cuando. Ahora que teníamos muy cerca la Parroquia;
ahora que las campanas a misa y al rosario hacían retumbar
la casa; ahora pocas veces asistía a esos oficios.

Más bien se escapaba al templo cuando calculaba que
estaba vacío, cuando no había fieles, ni sacerdotes, ni
oficio alguno.

Se escurría tapada la cabeza y el rostro
con su rebozo; buscaba el rincón más alejado y oscuro,
y ahí se arrodillaba; cuando sentía que llegaba gente a
su alrededor, se escapaba sigilosamente.

Doña Aurora nunca molestó a mi mamá por ello:
la respetó; pero, sin siquiera preguntárselo,
se apropió de la “salvación de mi alma”.

Así que me mando al catecismo, a que me
prepararan para mi primera comunión; me compró el
vestido, el libro, la vela, y se nombró mi madrina. Por
cierto, ese día, y sólo ese día, desayuné en la mesa de
los patrones. Mi mamá no participó en mi “fiesta”.

Siento que doña Aurora nos trajo a mi mamá y a
mí, sí para corresponder a la lealtad de mi papá y no
dejarnos desamparadas en la Estancia de Arriba, pero
principalmente para que yo le sirviera de compañera
a su hija Asunción.

Esta era una niña muy sola, que
ni en el pueblo ni en la escuela tenía amigas; se veía
tímida, pero conmigo no lo fue; porque como si se lo
hubiese mandado su mamá, a mí me “adoptó” de inmediato
con una amistad muy generosa, de prestarme
sus muñecas, sus juguetes, hacerme su confidente y
hasta su cómplice en muchas travesuras. Dicen que
le cambió el carácter y volvió a sonreír.

¡Qué bueno!, porque nos aficionamos a los mismos juegos,
a leer los mismos libros, hacíamos las tareas juntas, y crecimos
compartiendo conocimientos y experiencias. ¡Éramos
como hermanas, pero con una barrera y distancia que
nunca se acortó!

Con ella podía estar en el primer patio,
sentarme en la sala o entrar a su habitación; con ella
podía tomar y leer los libros de la biblioteca; con ella tenía
todos esos privilegios, pero a la hora de desayunar,
comer o cenar, a la hora de asearme y de dormir, tenía
yo mi lugar en el segundo patio con la servidumbre.

Sin embargo, esta barrera y distancia que nunca se acortó,
nunca me afectó, nunca me hizo sentirme menos; como
que en mi alma guardaba valores superiores para que
esto me trastocara. De plano: ¡nunca cultivé envidias!

Nos conocimos niñas, nos hicimos adolescentes
juntas. Curiosamente ella tuvo su primera menstruación
unas semanas antes de que yo la tuviera también.

Por cierto, ella se asustó mucho cuando le sucedió: estábamos
en el colegio y fue a mí y no a la maestra que
me confió con horror lo que acababa de descubrir. Mi
madre no podía tenerme ignorante de lo que mes a mes
pasa a las mujeres; ella desde que yo recuerdo tuvo
siempre una regla dolorosa.

Cuando vivimos en la Estancia de Arriba se encerraba
dos o tres días doblada por el dolor; no quería ni ver la luz;
una vecina le hacía cocimientos y le ponía en las sienes
chiquiadores de hierbas que de poco le servían;
así que yo me acostumbre a preguntar y a cerciorarme
de lo que nos pasa a las mujeres.

Por cierto mi mamá me consolaba: que sólo a
ella le dolía, porque ella estaba pagando una promesa
no cumplida; que yo no tuviera miedo, que al contrario,
me sintiera feliz, porque la regla significaba que un día
me podría realizar como mujer teniendo mis propios hijos.

Cuando en el colegio Asunción me confió su situación
le aconsejé que le pidiera permiso a la maestra
para irse a su casa; aceptó pidiéndome que fuera yo
la que consiguiera el permiso y que yo la acompañara.

Camino a su casa le expliqué todo lo que sabía; eso la
tranquilizó hasta que llegó con su mamá, y ahí ella soltó
el llanto, y su mamá se puso histérica porque había
recurrido a mí diciéndole en voz alta y llena de indignación:

—¡Estas son cosas íntimas! Como mujercita debes de
guardar tu intimidad, ser discreta, no confiarse de cualquiera.


Los llantos de Asunción hicieron que su mamá le
empezara a poner más atención a su hija que a la vergüenza
de haber tenido como confidente a la hija de la
sirvienta.

Eso también impidió que mi coraje por esos
reclamos injustos se expresaran de alguna forma; las
dejé de inmediato, me hacían sentir como si yo hubiese
hecho un mal; así se lo dije a mi mamá quién me advirtió:

—¡Hasta para los acontecimientos tan naturales de la
vida tienen los ricos una torcida actitud!

¡Nunca esperes que te comprendan!
¡Tú naciste libre de ataduras y conveniencias sociales!
¡Tu fortaleza está en lo que eres y en que
actúas como tú misma, sin máscaras ni prejuicios!


Tuvo razón mi mamá, ¡bien que me conocía! porque,
por esos hechos, nunca tuve o guardé resentimiento
alguno.

Unas semanas más tarde me vino a mí también
mi primera regla, y yo sí busqué a mi mamá y lloré con
ella de gusto porque, diferente a lo que a ella le pasaba,
no experimenté ningún dolor, y nunca lo he tenido.

Por cierto que la antigua cocinera, la viejita doña
Lupe, con quien compartíamos el dormitorio, tan pronto
como supo de los dolores que mes a mes sufría mi
mamá, con una diligencia admirable se previno para
ayudarla: mandó a un mozo a que le trajera un costal
de tierra, una arcilla que debía recolectar a la orilla de
un pequeño manantial de aguas sulfurosas y termales
y que nacía bastante alejado del pueblo; y ella misma,
que casi nunca salía de la casa, fue con una yerbera conocida
para surtirse de raíz de angélica, cola de caballo,
tomillo y sanguinaria, con las que hizo un cocimiento,
vigilando el fuego “para que no se quemen por mucho
hervor”.

Los días que a mi madre le afectaba su menstruación,
doña Lupita le atendía diligentemente, no sólo
dándole a beber sus tes, sino también con la arcilla con
que hacía un lodo que aplicaba a modo de cataplasma
en el vientre de mi madre: “para sacar los calores de la
sangre mala”, decía, y sí que se enfriaba porque su piel
se enchinaba como carne de gallina.

Sería la eficacia de los remedios o sería, tal vez,
tanto cariño y consideraciones
de la viejita, que mi mamá se sentía mejor mes
a mes.Era mi mamá de tal fortaleza que, doblegada a
veces por el dolor, no se quejaba en absoluto, ni descuidaba
su trabajo de lavar y planchar; faenas en que
me gustaba participar como su ayudante.

Nos gustaba hacer bien el trabajo encomendado.
No sólo se enseñó a decantar la lejía para hacer
el jabón amarillo, sino que lo mejoró añadiéndole
la combinación de tres aceites esenciales:
limón, clavo y almendras amargas.

Doña Aurora lo elogió y presumía a sus amigas la fragancia
que impregnaba a las prendas. No eran descansadas
las faenas de refregar la ropa en los lavaderos, tenderla
y, una vez seca, plancharla. Para esto último yo me
acomedía a encender el carbón en los anafres donde
calentaba las planchas de fierro fundido y de diferentes
tamaños.

Cuidaba que la superficie de planchar de
cada una estuviese no solamente limpia, sino brillante
y lustrosa, a fin de que al estar planchando se deslizara
sobre las telas, aún las más delicadas, sin arrugarlas
ni fruncirlas, y mucho menos quemarlas en un atorón.

Me gustaba el olor que se desprendía de las prendas
cuando, ligeramente humedecidas con el rocío de agua
esparcido sacudiendo una escobeta, al pasarle la plancha
caliente se levantaba de la ropa un vaporcito muy
agradable.

De esos momentos en que convivía con mi mamá
y que estábamos frente a frente en la mesa de planchado,
recuerdo de ella que en la palidez de su rostro había
un ligero enrojecimiento; ahora comprendo que no era
signo de salud, sino del esfuerzo de su trabajo, dada la
anemia que su menstruación le provocaba.

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